En el primer intento de empezar esta crónica me quedé colgado al observar a la Selección subiendo las escaleras que la conducían al palco y de allí al cielo. Me detuve en la contemplación de ese momento dispuesto a grabar cada detalle en mi memoria como se guardan los alimentos en la despensa, para cuando haya hambre. La imagen es inolvidable. El equipo está reunido en torno a su capitán y Blatter improvisa el protocolo para alcanzar a Casillas, que ya se ha encaramado en una cornisa. Y después la foto eterna: la Copa del Mundo arriba, en dirección a las estrellas de África.
En el siguiente intento por arrancar con el relato me encuentro con Casillas y Sara Carbonero. Ella le pregunta por la emoción del momento y al advertir sus lágrimas le propone hablar del partido. Iker, entonces, la besa. Es un beso largo, pirata, de campeón del mundo. Mi reacción es tan inconsciente como las anteriores y las que seguirán a partir de ahora: me pongo a aplaudir.
Consciente de que no estaré a la altura de las circunstancias (necesitaría un cohete) decido disfrutar del instante. Y para contar la alegría me zambullo en ella. La primera sorpresa es que junto a la emoción lacrimosa percibo una felicidad reposada, adulta, como de misión cumplida. Es la prueba de que varias generaciones sentían el Mundial como una asignatura pendiente, como un trabajo por cumplir. Hecho está.
Guindas. Ni la inmediatez ni la plenitud impiden el análisis, sólo lo dificultan. La primera sensación es que hemos asistido a un final feliz que se entrecruza con otros finales felices. Muchas guindas para muchas buenas historias. La de Iniesta, por ejemplo. El jugador más especial de su generación, el más genial e introvertido, marcó el gol que le reserva una página en la historia. Que le retraten ruborizado porque sospecho que así estará el resto de su existencia.
Su protagonismo no tuvo nada de casual. A partir de un determinado minuto que señala la frontera de lo emocionante con lo agónico, Iniesta reclamó su papel de rescatador. Desde ese momento el muchacho que se quita importancia pidió todos los balones que quemaban y decidió atacar con ellos a la defensa holandesa. Y si digo que en ese intento se jugó cuerpo y alma es porque sus tobillos peligraron no pocas veces.
El resumen es que en la fractura que provocó la prórroga las ocasiones de España pasaban por los pies de Iniesta, fielmente secundado por Cesc, recién entrado, y eternamente asistido por Xavi. Si futbolistas como ellos se empeñan en ganar un partido es prácticamente imposible perderlo.
Quede para la posteridad que en ese gol histórico también intervino Fernando Torres, el héroe de Viena. Fue él quien inició la jugada con un pase al área y aunque resultó su única aportación memorable, resultó decisiva y estoy por asegurar que le redime de un torneo gris y de una lesión que le rondó siempre y terminó por abatirle. El resto lo hemos visto cientos de veces y lo veremos miles, millones. Cesc se revolvió en la frontal y asistió a Iniesta, que controló con un pellizco y disparó de media volea. La conexión se interrumpe después con un estruendo de gritos y abrazos.
Pero al margen de las historias particulares hay una historia general que obtuvo ayer su culminación. Es la historia del juego de España, premiado con el título Europeo y ahora con el Mundial. Nos encontramos ante la confirmación de un estilo que engrandece este deporte permanentemente amenazado por especuladores y cerrajeros. España ha demostrado que jugar bien es el camino más corto para ganar. Nuestra Selección ha reivindicado un valor estético que parecía cosa antigua e ineficaz.
Esa lección se llevará Holanda de primera mano. Su traición a los antepasados fue clamorosa y merecía un castigo ejemplar, aunque llegara tan tarde. Incapaz de plantar cara con el fútbol abierto, Holanda se empeñó en una tarea de acoso y derribo impropia de una camiseta como la suya. Sólo la permisividad del árbitro hizo posible que terminara el tiempo reglamentario con los once jugadores sobre el campo. La expulsión de Heitinga, ya en la prórroga, fue la consecuencia natural de un planteamiento que tuvo como prioridad maniatar a España antes que fomentar las fortalezas del juego holandés.
En el museo de los horrores habrá que guardar la patada de De Jong a Xabi Alonso, que, con los tacos de su rival grabados en el pecho, ya no tendrá que tatuarse otra cosa para recordar la gran final. Van Bommel, como suele, fue más sutil en las agresiones, pero las señales de sus patadas dibujarán, a buen seguro, un bonito mapa de Sudáfrica.
FUENTE: AS
En el siguiente intento por arrancar con el relato me encuentro con Casillas y Sara Carbonero. Ella le pregunta por la emoción del momento y al advertir sus lágrimas le propone hablar del partido. Iker, entonces, la besa. Es un beso largo, pirata, de campeón del mundo. Mi reacción es tan inconsciente como las anteriores y las que seguirán a partir de ahora: me pongo a aplaudir.
Consciente de que no estaré a la altura de las circunstancias (necesitaría un cohete) decido disfrutar del instante. Y para contar la alegría me zambullo en ella. La primera sorpresa es que junto a la emoción lacrimosa percibo una felicidad reposada, adulta, como de misión cumplida. Es la prueba de que varias generaciones sentían el Mundial como una asignatura pendiente, como un trabajo por cumplir. Hecho está.
Guindas. Ni la inmediatez ni la plenitud impiden el análisis, sólo lo dificultan. La primera sensación es que hemos asistido a un final feliz que se entrecruza con otros finales felices. Muchas guindas para muchas buenas historias. La de Iniesta, por ejemplo. El jugador más especial de su generación, el más genial e introvertido, marcó el gol que le reserva una página en la historia. Que le retraten ruborizado porque sospecho que así estará el resto de su existencia.
Su protagonismo no tuvo nada de casual. A partir de un determinado minuto que señala la frontera de lo emocionante con lo agónico, Iniesta reclamó su papel de rescatador. Desde ese momento el muchacho que se quita importancia pidió todos los balones que quemaban y decidió atacar con ellos a la defensa holandesa. Y si digo que en ese intento se jugó cuerpo y alma es porque sus tobillos peligraron no pocas veces.
El resumen es que en la fractura que provocó la prórroga las ocasiones de España pasaban por los pies de Iniesta, fielmente secundado por Cesc, recién entrado, y eternamente asistido por Xavi. Si futbolistas como ellos se empeñan en ganar un partido es prácticamente imposible perderlo.
Quede para la posteridad que en ese gol histórico también intervino Fernando Torres, el héroe de Viena. Fue él quien inició la jugada con un pase al área y aunque resultó su única aportación memorable, resultó decisiva y estoy por asegurar que le redime de un torneo gris y de una lesión que le rondó siempre y terminó por abatirle. El resto lo hemos visto cientos de veces y lo veremos miles, millones. Cesc se revolvió en la frontal y asistió a Iniesta, que controló con un pellizco y disparó de media volea. La conexión se interrumpe después con un estruendo de gritos y abrazos.
Pero al margen de las historias particulares hay una historia general que obtuvo ayer su culminación. Es la historia del juego de España, premiado con el título Europeo y ahora con el Mundial. Nos encontramos ante la confirmación de un estilo que engrandece este deporte permanentemente amenazado por especuladores y cerrajeros. España ha demostrado que jugar bien es el camino más corto para ganar. Nuestra Selección ha reivindicado un valor estético que parecía cosa antigua e ineficaz.
Esa lección se llevará Holanda de primera mano. Su traición a los antepasados fue clamorosa y merecía un castigo ejemplar, aunque llegara tan tarde. Incapaz de plantar cara con el fútbol abierto, Holanda se empeñó en una tarea de acoso y derribo impropia de una camiseta como la suya. Sólo la permisividad del árbitro hizo posible que terminara el tiempo reglamentario con los once jugadores sobre el campo. La expulsión de Heitinga, ya en la prórroga, fue la consecuencia natural de un planteamiento que tuvo como prioridad maniatar a España antes que fomentar las fortalezas del juego holandés.
En el museo de los horrores habrá que guardar la patada de De Jong a Xabi Alonso, que, con los tacos de su rival grabados en el pecho, ya no tendrá que tatuarse otra cosa para recordar la gran final. Van Bommel, como suele, fue más sutil en las agresiones, pero las señales de sus patadas dibujarán, a buen seguro, un bonito mapa de Sudáfrica.
FUENTE: AS